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de RUIZ RODRÍGUEZ, IGNACIO
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de RUIZ RODRÍGUEZ, IGNACIO
La historia de nuestra protagonista, Francisca de Pedraza, puede ser similar a la que podría haber vivido cualquier mujer de finales del siglo XVI y principios del XVII. Se trata de una historia escrita en letras de discriminación y sometimiento, por cuanto el tradicional papel de la mujer consistía en el de un ser secundario y sometido al varón. Así, con escasas excepciones, su rol, dentro de un mundo construido por hombres y para hombres, no era otro que el del matrimonio o el convento. Sin duda alguna, la primera etapa de aquel calvario comenzaba en el seno de la propia familia, en donde las hijas quedaban bajo la tutela del padre, desempeñando un papel siempre al servicio del mismo. Tras esos primeros años, el matrimonio en muchas ocasiones pactado entre familias suponía la salida de la adolescente del seno familiar, para pasar a depender de su marido, al cual en innumerables ocasiones conocía el mismo día de la ceremonia nupcial. Francisca pronto quedará huérfana de padres, por cuyo motivo fue educada por las monjas complutenses, en un ámbito en donde los rezos y la formación en el servicio y la austeridad fueron su día a día. En un momento dado vino a contraer matrimonio, en el pleno convencimiento de que al lado de aquel hombre podría desarrollarse como mujer, como esposa y como madre. Nada más lejos de la realidad, ya que el matrimonio con Jerónimo de Jaras, su marido, vino a demostrar, una vez más, cuan cruel era la vida de las mujeres. Pero para ella todavía habría de ser más dura si cabe, ya que no tardaría en recibir sus primeras palizas. Golpes, palos y otra serie de crueles malos tratos fueron el eje vertebrador de aquel matrimonio a lo largo del tiempo, todos ellos recibidos por esta mujer con la mayor expresión de violencia, pero también de impunidad de su agresor y marido. De este modo, tras años de malos tratos, decidió cierto día poner fi n a su suplicio, por más que se tratara de una medida poco usual, ya que lo natural habría sido el suicidio o la huida; pero ella intentó acabar con esa situación acudiendo a la justicia, primero a la ordinaria, luego a la eclesiástica y, finalmente y de manera inaudita, a la universitaria. Ante todas ellas, desprovista de su intimidad, de su jubón, mostró las múltiples muestras que la crueldad de su marido había dejado en su rostro y cuerpo. Eran las muestras que la mano agresora que un monstruo, de su marido, habían plasmado en su cuerpo de mujer. Sabía que era una mujer frente a un mundo, un mundo creado por los hombres, de los hombres y para los hombres, pero ella estaba dispuesta a presentar batalla, por más que ello supusiera enfrentarse a un mundo que a éstos pertenecía casi de manera exclusiva.
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