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de EUGÈNE MÜNTZ
de EUGÈNE MÜNTZ
Rafael fue el artista más parecido al gran escultor Pheidias. Los griegos decían que este último no había inventado nada, pero fue capaz de llevar cada tipo de arte inventado por sus predecesores a tal cúspide, que logró alcanzar la armonía pura y perfecta. Estas palabras, “armonía pura y perfecta”, expresan, de hecho, mejor que cualquier otra, lo que Rafael llevó al arte italiano. De Perugino tomó toda la delicada gracia y sutileza de la escuela de Umbria, adquirió la fuerza y la certidumbre en Florencia, y creó un estilo basado en la fusión de las lecciones de Leonardo y de Miguel Ángel a la luz de su propio espíritu noble. Sus composiciones sobre el tema tradicional de la Virgen y el Niño les parecieron a sus contemporáneos intensamente novedosas, y sólo su gloria consagrada evita que percibamos en la actualidad su carácter original. Logró un trabajo aún más sorprendente en la composición y la realización de los frescos con los que, desde 1509, adornó las Stanze y la Loggia en el Vaticano. La cualidad de lo sublime, que Miguel Ángel alcanzó a través de su fervor y su pasión, Rafael la logró mediante un dominio del equilibrio entre la inteligencia y la sensibilidad. Una de sus obras maestras, La escuela de Atenas, fue decididamente hija de su genio: los diversos detalles, las cabezas, la suavidad del gesto, la facilidad de la composición, la vida que circula por todas las partes iluminadas son sus rasgos más característicos y admirables.