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de AGUSTÍN ANDREU
de AGUSTÍN ANDREU
1. El teólogo, a no ser que se pase de servicial eclesiásticamente y enmudezca a su alma, no puede menos de experimentar roces metodológicos con la dimensión de originariedad y ultimidad o destinación, que encuentra inevitablemente en sus temas propios. Además de las experiencias de trascendencia propias de la gleba religiosa. De suerte que oye no pocas veces imperativos de comunicación como los que incitaban a José Martí:
? «??..Escribe,
Escribe lo que cuentas».
Y tiene que contestar lo mismo que éste:
? «Aún tengo las entrañas recién rotas.
No puedo todavía».
Pero al fin, y cuando hace ya dos siglos que el arte que es sincero va buscando «une nouvelle conscience du monde» (R. Huyghe, L?Art et l? ?me), aburrido de positivismos y logicismos, y a pesar de «la dispersión intuitiva de la fenomenología» (Sanmartín) que es la recuperación del ver esencial, no se soporta ya la presión que induce a la expresión de los atisbos diversos y sus afinidades y consonancias. Se superan los temores a la metafísica, temores en la forma de Dewey o de Ortega, y se pasa a balbucear con el Padre Suárez «la metafísica de que nosotros tratamos, que es la humana» (Metafísica, V, 25). Y, en último término, en el mismo tono senequista del granadino sentimos que no nos queda ya más remedio, si es que la modernidad culmina en la pregunta y perplejidad de «¿Qué es el hombre: la corona de la creación, o acaso un camino equivocado, un gran malentendido y un abismo?» (Heidegger, Los conceptos fundamentales de la metafísica, p. 27.). Pregunta repetida en los más diversos tonos, que se nos repite ya sola y natural o espontáneamente como por su cuenta.
Así que éstas son meditaciones, contemplaciones no más. Antropologías las hay de todo tipo. Sin moverme de mi mesa de trabajo veo una interminable hilera de antropologías que responden a la cuestión de qué es el hombre, actualizada desde el primer tercio del siglo XX por Max Scheler. Muchas de ellas son convencionales u ortodoxas desde una posición religioso-confesional, o bien materialista pero no menos ideológico-confesional; junto a ellas, algunas de planteamiento independiente. Éstas enseñan sobre todo prudencia y audacia, aunque parezcan chirriantes estas dos cualidades juntas. Y es que la metafísica es un género más personal aún que la poesía; no puede haber dos metafísicas personalmente pensadas que resulten iguales; parecidas de tipo sí, pero iguales no. Porque el pensar metafísico es fuerte, es el pensar más pensar que hay, dado que nace y crece «cerca de la raíz» como decía Böhme en su Aurora. La raíz de la que han salido las palabras y las obras de un hombre es su metafísica. La vigorosa, y promisoramente fecunda arrancada de Scheler no tuvo consecuencias entonces, debido a diversas circunstancias de los años 30 y 40 del siglo pasado.
Y hoy, después de que no valen ni la imagen de Dios del teísmo ingenuo y ceremonial ni la del panteísmo llano que dicen científico-moderno, porque no «corresponden ya a la etapa histórica del ser ni a la estructura social de la humanidad de hoy» (Scheler, Nivelación, 210), como se adelantaron a decir los físicos Heisenberg, Einstein, Bohr, Planck, Jeans? (cfr. Ken Wilber, edit., Escritos místicos de los físicos más famosos del mundo, Barcelona, Kairós 8.ª ed. 2005), hoy hay que decir y responder algo más, y más útil, a la pregunta que se hace el hombre a sí mismo sobre sí mismo: ¿qué es esto que yo soy y de que yo soy? Pregunta que me hago desde una actitud de fe en la vida y en su sentido a pesar de todo, sin la cual no sería posible la filosofía, es decir, desde un principio no arbitrario que fundamente la seria convicción de que es posible llegar a alcanzar una dirección de ruta con algunas certidumbres en el ámbito último del ser.
Me acompaño siempre de grandes maestros, aparentemente muy distintos entre sí, maestros míos porque me los he buscado y tratado como hay que tratar a los grandes maestros, «felizmente movido por su ejemplo» (Leibniz). Sin Aristóteles y el zapatero Jacob Böhme y, junto con éste, la experiencia del Renacimiento con su inmanentismo divino de la naturaleza y su independencia de planteamientos, no me hubiera lanzado a escribir de antropología.