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Tras la pavorosa masacre de espartanos y tespieos en la célebre batalla del paso de las Termópilas, el inmenso ejército del Gran Rey persa avanzó por Grecia central sin encontrar resistencia alguna. Los atenienses, así como otros, decidieron abandonar su ciudad y huir hacia el sur. Las tropas persas marcharon sobre Atenas y la saquearon a placer, destruyendo los templos y monumentos de la acrópolis. La flota griega abandonó su posición en Artemisio, pues una vez abierta la ruta terrestre para el ejército persa, resultaba innecesario bloquear la marítima. Los aliados griegos consideraban entonces una única solución: refugiarse en el Peloponeso y fortificar el istmo de Corinto para impedir la entrada de los persas. Se trataba de repetir, más al sur, la misma estrategia que ya había fracasado poco antes en las Termópilas pero, sobre todo, era un plan que implicaba el sacrificio de toda Grecia central, y por tanto era algo que los atenienses no podían aceptar. En ese momento entró en escena el político ateniense Temístocles, quien persuadió a los aliados para que se enfrentaran a los persas en una gran batalla n
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