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de LÊ,LINDA
de LÊ,LINDA
Mi culto a los libros nació en la infancia con mi fascina-
ción por todo lo impreso. Me acuerdo de que en Vietnam, para procurarme un poco de dinero para mis gastos, solía venderle diarios viejos a una especie de ogro que tenía una tenducha oscura en una callejuela de Saigón. Para llegar allí había que cruzar un puente. Debajo del puente vivían personas; eran tan pobres que lo único que tenían para guarecerse era una tienda de campaña. Cuando lo cruzaba en bicicleta, sentía que abandonaba el mundo real para ir al encuentro de los fantasmas. Como si se tratara de una incursión en lo imaginario, en lo fantástico, en lo prohibido. Malvendiendo esos diarios viejos a un avaro que los usaba para envolver pescado, me sentía como Simón el Mago, culpable de entregar objetos sagrados a cambio de un magro bien temporal. Porque las palabras, aun desvalorizadas, aun escritas en un diarucho, me parecían sagradas.